Sueños

Todo empezó en aquel espeso bosque, de frondosos árboles, recónditos tras el velo de la noche la cual alzaba a su emperatriz al cielo vestido con su traje blanco y su báculo con el cual reinaba con su luz la oscuridad de la noche. Tras los enormes robles, de tronco ocre enroscado se hallaba un lago, de cristalinas aguas mecidas por el viento céfiro de aquella noche, de la cual surgían nenúfares como cantos de sirenas. A lo lejos, difuminada con acuarela blanca se veía una pequeña montaña, de cumbre nevada y fría como la escarcha acumulada en la punta de las hojas rojas de los robles, que se tornalunaban blancas y argentosas tras el reflejo de la Luna llena que alumbraba los reinos perdidos de aquel bosque sin fin. Aquellos reinos perdidos que se ocultaban en el bosque un día, un hombre les puso el nombre de sueños. Vanos sueños son los que se explicarán a lo largo de este relato, que, al igual que los sueños, nunca acabó ni acaba, pero tampoco acabará.

lunes, 9 de abril de 2012

La ciudad de los ladrones

Era una soleada tarde de otoño, donde el olor de los jazmines levitaba, bailando en el viejo viento del norte que peregrinaba a una vasta tierra. Los altos árboles que a lo lejos se veían, creaban el horizonte, y la grandes montañas que se difuminaban con la blanca niebla del atardecer, hacían la profundidad del cuadro que por un verde prado estaba este formado, haciendo de todo una ilusión.
Su mirada se había perdido en el olvido y creando del tiempo un ciego halo de luz, creaba el hilo que separábale de su mente, transformándolo así en la enorme figura que centelleantes cascadas anaranjadas producía, e interminable hacía la libertad a tierra y agua, escondiéndose paulatinamente en la pura realidad.
Los dos chicos fueron avanzando por los bosques, altos, frondosos y formado por pinos negros, que de su espesura, invisibles sus copas se tornaban. Aquel camino estaba alfombrado con el pétalo del otoño y regado con el lijero aroma que cercanamente unos ya marchitos jazmines misteriosamente producían.
Avanzaron, hasta dejar caer al sol en los infiernos y dejar bajar a la luna del paraíso, donde llegaron a un iluminado prado, donde el viento hacía sonar con  su eterno arco las cuatro cuerdas del violín de la vida, haciendo caer allí, las cadencias y la armonía. En el centro del prado, un enorme roble, entrelazaba sus ocres troncos y peinábase sus largos cabellos con el céfiro viento de aquella iluminada noche. Los lobos aullaban a lo lejos, perdiendo el viento sus partituras y olvidando en el tiempo, lo que un día fue su existencia pura.
Entre toda aquella armonía, una octava más aguda descordinó la pieza, llamando la atención a los dos chicos, que en el verde musgo sentados descansaban. Provenía aquella octava, más aguda que el violín del viento, del gran roble que yacía y arraigaba sus interminables raíces en el suelo del claro prado.
Los chicos se acercaron cautelosamente, impactantes e ignorantes de lo que estaba por suceder.
Dentro del enorme árbol, carente de un mediano agujero carcomido, una esquelética niña, como si de la muerte su vástago se tratase, de enjuto cuerpo y flacos rasgos, se acurrucaba y protegíase del viento, la muerte y el olvido. Vestía viejos harapos verdes y en sus ojos se notaba el reciente arroyo que por la luna habían caído y aquel prado de blanca azucena y rosa inundaron. Su tímida boca, permanecía escondida, secreta tras sus purpúreos labios, y un creciente pelo negro-azulado era tímidamente iluminado por un débil halo de luz que un pequeño agujero dejaba pasar. Los dos chicos la sacaron de allí y en sus tiritantes ojos se reflejó el miedo tintado con virutas de cobalto.
Resultó ser, al paso de un rato de silencioso duelo,que paseando inocentemente por los bosques oscuros, portando en su frágil mano, una cesta de jazmines, unos truhanes humanos se la hurtaron sagazmente y salieron huyendo con el botín en sus manos, desperdiciando y dejando caer, las ya marchitas flores-al tocar las esqueléticas manos de la muerte- y dejándole a la pobre niña sin su rica cesta de bellos y olorosos jazmines, purpureas y escarlatas.

Esta, sus anhelos a los chicos mostraba y dijoles que si los encontraban,posiblemente en frente de su casa estaban. Aquella alta casa, en la ya apestosa ciudad estaba, que como así siempre la apodaban, todos los ladrones allí estaban, y sus sucias manos solamente hurtaban, en la Ciudad De Los Ladrones.

Los chicos prometiéronle lo prometido y dispusieronse a buscar partido, en busca de las bellas flores, en la ya famosa, Ciudad De Los Ladrones

¡Ay de mí! cuanto trayecto hicieron pasando tímidamente por las fauces que los lobos abrieron y trayendo la venganza a la ahora, ya roja luna a la ciudad. Entraron paulatinamente, y entre los cimientos que arrancaban lentamente, robados audazmente, entraron a la ciudad. El cielo rojo, decorado, como si de un gravado se tratase,  el negro humo hacia empalidecer a la blanca luna que al mecer, sus estrellas giraban, y entre ellas se robaban la vida que debían todas merecer.
En cuanto entraron a la ciudad, dos osados bandidos que al no ser de mas de diez años, posiblemente fueren vendidos, les robaron las dos espadas y a estos, a su vez, fueron robados por dos inocentes jorobados, dejandoles rebolcados, a los dos niños en el fango. Los pobres viejos jorobados, que iban con sus dos espadones, recién robados, notaron en sus gargantas como dos dagas lentas, incrustaban su fino filo haciéndoles en su cuello un caudillo, que de roja sangre manchó el ya robado cuchillo.
Al asesino este, otro desde su hogar celeste, cogiole las espadas y fuese. Al guardarlas este ladrón, en una custodiada caja, los niños revolcados por los ya muertos jorobados, hicieron una enorme raja, que rompió la caja, como con un pastel. El viejo de la casa, al enterarse, dejó pobres a los niños, cual el Mundo al Pobre, autor de su gran teatro desarrope.
Conseguidas ya sus espadas, guardolas cuidadosamente un una de las baldosas. Cuando con Morfeo su alma se encontró, un viejo barbudo, por la chimenea entró. De lujosas galas, color bordó, y bordadas botas, que por allí encontró, en un enorme saco beige guardó y las dos preciadas espadas en ella metió. Los viejos, al morir, se tuvieron que substituir, para la cadena trófica, no destruir. En su lugar a pedir, un viejo mono araña, que de su aspecto se te mueven las entrañas teniendo en sus ojos migrañas, pena dio al ladrón barbudo, que dejó su saco a un sordomudo para al mono poder ayudar. El de la casa, ya liberado, cogió  el saco, y como cosido y cantado, se había encaminado a la lúgubre existencia.

Así sucesivamente iba pasando la espada, de mano en mano, hasta que alguno moría  y era substituido por otro que entraba en el conocido juego de la vida. Nunca acababa el robar, nunca acababa el matar, Y continuamente los ladrones robaban a los ladrones, siendo animales, o personas, ya daba igual.
Así vivían, como si de la cadena alimetícia se tratase, interminable, incesante.
La pobre niña miró a los dos chicos con sollozantes ojos, inquiriendo, el ¿Dónde están mis jazmines? pese a que marchitos por la muerte están, aún los sigo queriendo.

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