Si mi alma
aún recuerda aquellas misteriosas hazañas, que tímidamente se escondían tras
las sábanas de la niebla, se podrán estampar en el recuerdo de alguna vagante
alma que por estos caminos sendera. Esas hazañas son terroríficas y pavor
provocaron en los oídos del mundo que a ellas se atrevió a mencionar; El Bosque
de las Noches.
Se adentra
entre los profundos y verdosos helechos, un macabro bosque, donde su rey es el
miedo, la princesa, la maldad y la muerte, emperatriz. Se adentra en este
bosque, tan profundo como la garganta de un dragón, tras pasar por una pequeña
casa de rojas tejas y pared beige, donde el humo se puede divisar en el
alféizar, como si comprimido, el hollín de la vieja pipa, que Kobold fumaba, se
tratase. Tras pasar por esa casa, una vetusta arboleda, de maduros frutos, e
iluminadas plantas, te recibe en la entrada, con suntuosas flores que hacen
caer las gotas de rocío por cada minuto que pasa, y acumulándose en el cabo de
las rojas y lucientes manzanas, pequeñas virutas de escarcha, que perlas
parecían, allí se aposentaban. Muy agradable fuere la entrada, a la muerte de
la cual posiblemente pasarás, pero algo cambia en la vida de la gente que
entra, ya que si con vida sale, su alma, jamás saldrá. Fue allí, cuando,
afortunadamente me convertí en el primer ser, en cruzar el bosque, terrorífico
bosque, y pedir a mi memoria, aquel tétrico recuerdo, y estamparlo para dar a
conocer, el peligro de los bosques y del olvido eterno. Adentrándose en ese bosque,
el Bosque de las Noches, un muro de hiedras y trepaderas, obstaculizan tu
camino, y cuando atrás quieres volver, los árboles, junto a la inoportuna
tormenta, parecían que te mirasen con una vil y maquiavélica tez. Es allí
cuando el miedo te corroe por las venas,
que de roja o azulada sangre, da igual cual sea, producen una vibración en la
sangre, como si un escalofrío, tu alma sufriese.
Adentrándote
en este bosque aún más – pese a que no tengas otra elección salvo acudir a la
emperatriz – es cuando empiezan a relinchar tus caballos, a inquietarse y a
removerse, y de su boca, una blanca espuma, sale con el miedo. Allí la mente te
corroe, te carcome lentamente, hasta que, como si Vetusta en el pantano
estuviese, una ninfa de aguas negras, te aparece envuelta entre sábanas y
aureolas incoloras que elevan el miedo al ser. Te “ayuda” con sus bellas,
persuasivas, deleitantes y utópicas palabras que te evaden de la verdad, y te
hacen hundir en el pantano, te hacen alguien con suma importancia, su comida, pero
eres alguien, importante, eso es lo importante para ellos. Si lograste no
hundirte en las tenebrosas y recónditas aguas, aparecerás en un vil laberinto
que como un ratón, tendrás que encontrar la salida, pero, el único problema es
que no hay; la salida es la mente.
Es como un
túnel, un túnel sin salida, que cuando despejas tu mente, te liberas de sus
cadenas es cuando desaparece, desaparece todo aquello que como escarabajos
construimos y como humanos destruimos, dejando sin nada, tu propio ser.
Es alto, el
laberinto, alto como una secuoya y ancho, tan ancho como una aguja, y la plaza
central, como si del ojo se tratase. Era estrechísima, esa senda, que era
ofuscada por las altas trepaderas, que ocultaban el sol a la tierra. Chocaban
tus dos brazos, con los dos lados del laberinto, desgastándolos y dejándote sin
las mangas del atuendo. Alto, espeso, estrecho, incómodo, maquiavélico, macabro
invento creado por la mente de un escritor que ufano se siente al saber que su
público pide algo que él, puede dar.
Es aquí,
cuando decide tu destino si mueres o vives, cuando has pasado la primera parte,
de las tres inexistentes; la parte del laberinto.
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